Enfisema cerebral



Es cierto que es demasiado joven y también que su propia educación no alcanzó a darle el vuelo para considerar los pequeños detalles que convierten a un hombre en un padre responsable. Digamos que desde una edad ya muy temprana él mismo hubiera podido sufrir de una úlcera duodenal a causa del consumo de cigarrillo.
En los ochenta no es que se desconocieran los efectos perjudiciales para el cuerpo, sino que los cantaletosos perjuicios jamás pudieron competir contra el glamour alienante de Hollywood. Además, sus padres estaban tan consumidos por las obligaciones cotidianas que prácticamente resultaba ridículo rivalizar contra el humo visceral de las escenas heroicas y amorosas del VHS.
El padre del que hablamos, aparte de joven, habita una ciudad moderna fría e intensa. Como se entenderá, nos referimos a una localización y temporalidad inexcusables para quien insiste en la caminata criminal de empujar tres bloques un carro de bebé mientras un cigarrillo expele alquitrán.  
De vez en cuando alguna madre lo mira con molestia, aunque muy pocas se atreven a expulsar la oratoria burda del insulto. Claro que en los asuntos de las malandanzas ese padre es más listo y sabe responder de una manera que arde. Quizá no es perspicaz, solamente que ante todo ataque responde instintivamente de la misma forma. En todo caso, la velocidad de su respuesta y el calibre de las palabras debilitan al crítico más combativo. No es mucho lo que se puede hacer antes de que el chiquillo en coche, fumador pasivo, devenga en un ser enfermizo en el mejor de los casos. Y en el peor, si llegara a superar la pubertad, en un atolondrado que no entenderá nunca que la confianza con la que se mueve por el mundo no es más que la estólida ceguera del ignorante.
Era preciso hacer algo ahora; que todas las fuerzas del universo convergieran en la neurona tambaleante que sobrevivía en la humanidad nicotínica de aquel padre. No sería demasiado pedir que se convirtiera a una de aquellas religiones fogosas donde el cigarrillo, e incluso otras drogas “menores”, quedan fuera de la biblia personal. Cultivamos el deseo íntimo que una afección ejecutiva libre a la criatura del progenitor, o al menos que cada cigarrillo nutra el cáncer que ha de consumirlo.
Si el imperio de la ley y la ineficacia de la magia no pueden sobreponerse al vacío de la educación, entonces sobre qué parapeto jurídico se podrá encomendar al pequeño ser humano que se cuece entre el calor del coche y los remolinos de un Marlboro mentolado, su preferido.
Con la autoridad que se ganan las madres sustitutas, la baby sitter en días anteriores se lo había dicho directo y sin dolor: «¿Sabes que le estás dando a tu hijo más nicotina de la que tu propio cuerpo puede soportar?». El padre se limitó a mirarla por encima del hombro y nada más, aunque la mujer hubiera advertido en medio de la mueca neutra una sonrisa burlona e importaculista.
Ignorada completamente por el padre, la nana se lo había dejado saber a la madre la mañana siguiente. La mujer era a todas luces más accesible, cálida y considerada con la salud del hijo. Una delgadez excesiva, un cabello rubio desastrado, recogido en una sola cola, y una piel cerosa, evidenciaban que la madre sabía un poco acerca del infierno en la tierra. A pesar de este vago antecedente, a principio de esa semana, ella le exigió con firmeza al esposo que por favor no fumara cuando estuviera cerca del niño. Él la miró en silencio por encima del hombro, tomó la caja vacía de cigarrillos y la botó en la basura de la cocina.
Aceptar las manías propias puede ser considerado un indicio de madurez. Intentar trascenderlas, un acto de heroísmo, en particular cuando estas se encuentran estrechamente vinculadas a prácticas de goce. El padre hizo su intento, haciendo coincidir la última bocanada de humo con el arribo a la casa de la babysitter. Pero al tercer día, cuando le sacaron al niño hasta la puerta, ni siquiera se había molestado en botar la colilla aún humeante. Sin dársele nada se lo llevó a casa entre los últimos soplos de hollín.
Algunas coincidencias suelen manifestarse en forma de milagros. Tan pronto el hombre botó la colilla del cigarro, la madre apareció a su encuentro. Durante todo el día no se había sentido bien y quizá por pura casualidad llevaba pensando en su hijo más de lo acostumbrado. Consideró aquello como un mensaje que sólo pueden descifrar quienes tienen cría. Con la excusa de una jaqueca fuerte marcó tarjeta una hora y media más temprano. 
No le vio el cigarrillo en la mano, pero sí ese último hálito de humo que da forma al viento. A una distancia prudente la madre concentró sus fuerzas en la criatura. Se sonrieron, ella le dedicó unos mimos y se dieron un beso. Mamá bordeó el coche infantil y con todas las fuerzas de las que disponía un ser tan famélico, plantó la palma de la mano sobre la mejilla y parte de la nariz del padre. Le arrebató el coche y lo dejó ahí tan atontado y sangrante por un tabique fracturado que pasarían varios segundos para saber al menos que por algunos días no podría volver a fumar.

1 comentario:

  1. Casi que puedo escuchar a Carlos Gardel y su "Fumando espero" : "Fumar es un placer, genial, sensual..."
    No gusto del fumar, pero entiendo que la magia de sus espirales ha inspirado a muchos en la misma medida que se cuela en sus entrañas. Me gusta esa cotidianidad del cigarrillo desprovisto de vicio casi que por la absorción en el vicio mismo. Como si el cigarrillo fuese una nariz, un órgano más, de aquel ser que vive en su alquitrán. Hace poco vi a una familia entrar a un taxi y ver al taxista fumando. Sin preguntar, todos encendieron su pitillo y no lo dejaron apagar jamás, encendido como el taxímetro.

    Respondo a tu inspiración con una reflexión añeja, que mas que un cuento, es un estado de animo… Se llama : ¿El Factum o la cantata? y dice:

    “Ansío alcanzar un millar de constelaciones. Me encuentro perdido en mi propio sistema. Cada despertar es un puñetazo bajo que me ahuyenta las pocas ganas de continuar. Siento en mi tristeza la aguda punción de un vaticinio, como si el factum hubiese tomado la decisión de darme porrazos en ciertos momentos de esta caminata.
    Por eso me he ido a refugiar al parque. He salido a caminar las penas y los malos genios. He desbordado en cada paso, por cierto lento, todo suspiro de este silencio. Atravieso con el sigilo de mis tacones, la arboleda semidesnuda que deja caer sus hojas, pajarillos viajeros. Las ráfagas de gente contra el rostro, como el viento, me pasan sin pena ni gloria. Distingo sus formas y colores, pero se confunden con los restos secos del otoño, esparcidos a mis pies. Mientras los piso, crujiéndolos con hastío, la luz excepcional de un cielo cenizo me cubre con su noche y me ilumina la desolación.
    Hoy le dije a mi cuerpo “no tengo a donde ir, toma tu las riendas de mi propio ser”, es decir mi mente y mi corazón. Así es como me condujo, cuesta abajo, hasta este corredor arbóreo que atravieso. Estoy solo, conducido por mis pies. No tengo más remedio que observar.
    Hay hortensias a mi alrededor con diminutas guirnaldas que las embellecen. Me apoyo en una loza y veo dolorido más personas que pasan. Me creo egoísta por no querer mirarlas, le roban espacio a mi soledad. Les doy la espalda. No quiero ver a nadie. Es una noche hermosa de otoño y yo estoy gris.
    Quiero entonces empezar a cantar para dejar fluir lo que tengo reprimido. Entonar sin miedo algunos cantos antiguos, los que oí cuando era niño, los que se han quedado grabados en mi memoria auditiva. Los canto cada vez con mas fuerza mientras mezo la cabeza, y voy haciendo de la banca donde me encuentro, mi propio escenario.
    Canto para la nada.
    Canto para las hojas que siguen cayendo.
    Canto para los que no me ven y sobretodo para mí.
    Canto y canto para mí, para liberarme de mi propio yo. Del yugo sobre mi cerviz. Canto para volverme a levantar y retomar el camino de regreso a casa.
    Canto para darle fuerza a mis pulmones y seguir respirando.
    Así recobro mi aliento para proseguir la marcha.
    Y no morir de frio en la arboleda”.
    Antonio Aragón - Madrid, 2000

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