El síndrome de Buzz Lightyear



Allan Mendoza ha sido por siempre un amante de los juguetes coleccionables. Solía mostrar a todos con orgullo y no poco de recelo un Aquaman, ¿recuerdan a Aquaman, el superhéroe ambientalista? Pues lo adquirió con sus primeros ahorros a la edad de seis años. Parece difícil justificar la sanidad de un hombre que desde niño prefirió guardar a sus héroes en vez de convertirlos en juguete, liberándolos de la odiosa pulcritud de una caja con olor a nuevo. En esa primera figurilla Patrick Duffy no era más que un burdo vaciado en plástico que sin embargo lograba capturar el espíritu de los 80 y una lozanía pálida tan acorde a los colores pasteles de aquellos días. Con cada nueva adquisición Alan se convencía del extraordinario muestrario reunido en su cuarto. Es poco probable que hubiera una colección como la suya, no a muchos kilómetros a la redonda.  
No obstante el placer que coleccionar juguetes le producía, Allan había decidido terminar la colección. La última figura de acción que cerraría el muestrario de lujo sería Buzz Lightyear, por tres razones esenciales: porque le pareció que era un personaje gracioso, atractivo y muy bien diseñado que definía un ciclo con el que tenía que cortar; porque en el 96 se había empleado en una gran empresa en Toronto y ya no podía mantener la afición, nada infantil, de coleccionar juguetes costosos; y porque tuvo el tacto para reconocer que ese viajero intergaláctico se convertiría en una figura totémica de la cultura de masas. Todo ello sin contar que necesitaría el dinero para sostener su nueva vida de soltero exitoso.
Solo hasta unos años después, en la estratosfera de los treinta, Allan Mendoza confrontó sus apegos y pragmatismos para decidir finalmente la venta de la colección completa a través de un intermediario en Boston por un valor nada despreciable de 37 mil dólares. ¿Quién lo hubiera dicho, no madre? Ella no hubiera dado un solo peso por todos esos trastos viejos que tanto había insistido lanzara a la basura.
Era un viernes cualquiera de un julio cualquiera, ad portas de los cuarenta, todo de cuanto Allan Mendoza se rodeaba era especial y no precisamente por su valor sentimental. Dejó caer tres trozos de hielo en uno de los vasos de Baccarat esmerilados y luego un chorro de güisqui canadiense reservado solo para aquellas ocasiones entre él y el espejo. Para él todos los viernes resultaban iguales aun cuando afuera cayera agua, golpeara el sol, se amontonara nieve o soplaran hojas secas. Un trago a las rocas entona la tarde y la asemeja a un carnaval mediterráneo para un solo asistente. No más llegar del trabajo tomó una siesta de media hora, luego se dio una ducha donde refrescó los sueños, ¿a quién conocerá hoy?, ¿cuál pantalón será el más adecuado?, ¿cómo peinará hoy su cabello?, ¿a quién descubrirá hoy?, ¿a quién? Aun cuando todas estas dudas eran auténticos enigmas, el güisqui, la paciencia y el dominio absoluto del guardarropa terminaban por si mismos tejiendo siempre un camino al triunfo. Sin lugar a dudas, volvería a casa con una mujer extraordinariamente hermosa que desaparecería con los rayos del alba. La vida no podía ser más perfecta, ¡Oh Aquaman!
El criterio de selección de la indumentaria estaba signado por una apretada trenza de capricho, distinción y exclusividad, tanto en las prendas, la combinación y el estilo, como en el presupuesto destinado para ello. Estaba decidido a usar una chaqueta vino tinto hecha a la medida que le había costado una verdadera fortuna si contrastáramos el sueldo con el precio de la prenda. Costó casi tres veces el valor de una parecida, pero es que los detalles, el terminado y la calidad bien valían la pena haber pagado mil cuatrocientos dólares. Combinaría el jacket con un jean azul turquí rayando en negro. La exclusiva prenda que llevaba grabado en los botones el nombre Águila Imperial sabía ajustarse a las piernas a partir de una serie de pliegues surgidos naturalmente de la fibra muy acorde a los movimientos y al volumen de los músculos, siempre tonificados. La camisa tendría que ser blanca y ligeramente sedosa. Tendría que ser una de las tres prendas que compró en línea a una importadora estadounidense. Los zapatos, no eran nada especial, nunca lo fueron para él porque exigencias médicas dictaminadas por el podiatra limitaban sus gustos a unos zapatos hechos a la medida, horribles.
Probablemente resulte difícil para el lector comprender, o para mí como narrador expresar la importancia de los detalles insignificantes en la vida cotidiana de Allan Mendoza. Supongo que todos somos iguales. Lo que todos encontraban especial en él, sin embargo y aunque no se lo dijeran como él lo deseaba, era la sorprendente lucidez en la selección de la ropa, la textura, la fibra, el diseñador, el corte de cabello, el reloj ¡Oh Buzz Lightyear!, el reloj que hubiera querido lanzara rayos y paralizara a la discoteca, a los del bar, a los asistentes al concierto y los obligara a centrar la vista en los detalles de una humanidad perfecta hasta el infinito y más allá.
Así son los sueños de Allan Mendoza, anticipatorios y meticulosos. Se preguntaba si acaso conocería a alguien realmente especial o quizá se encontraría con aquella chica de padres italianos que bailaba de maravilla y cogía como una amazona. ¡Y qué carajos sabía él de amazonas! O quizá volvería a encontrarse con los chicos del gimnasio, un grupo de siete cuarentones que también sabían vestir las raspaduras de la vida con prendas de diseñador. No sería mala idea, así tendría la oportunidad de mostrarles por fin como es que la nueva prenda se mueve con los giros de la música. Alan sólo evocaba las epifanías. Tenía una habilidad ladina para evadir los malos ratos; verbigracia, la ocasión que se encontró de frente a un hombre de su edad y contextura vistiendo exactamente la misma camisa hindú, blanca y bordada que le regalara su madre. Y es por esa y no otra la razón por la cual les tiene dicho a todo en casa que solamente acepta tarjetas de regalo como obsequio de cumpleaños y de navidad de una lista selecta de tiendas.
Contrario a lo que se pueda creer, Alan era un tipo inteligente; brillante, de hecho. Cometía errores, indelicadezas sería la palabra adecuada. Solía considerar a quienes no se ubicaban en su línea de pensamiento como loosers, lo dice en inglés y suena aun peor, es casi como llamarle por su raza a un hombre o las palabras más prosaicas en términos de género a quien se define de manera diferente en las categorías estrechas del genero bipartidista. Con la diferencia que aún no es políticamente incorrecto etiquetar a otros como fracasados en la vida. Resulta prodigioso cómo algunas personas pueden evaluar el pasaje al Olimpo con solo ver las prendas que visten a un ser humano.
El cabello siempre corto se dejaba hacer los movimientos más electrizantes sin incurrir jamás en el exceso ochentero. A las siete de la noche él era la obra y estaba listo para que la ciudad nocturna se sobrecogiera a su esplendor. Allan Mendoza tenía la certeza de que todas las bendiciones se habían derramado enteras sobre él porque, él, había ido al infinito y regresado varias veces.
Eran las siete. Alan parecía una versión futurista entre los James Dean y Bond. Bajó hasta el tren. En menos de diez minutos llegó a la estación con mayor movilidad en las noches de Toronto, la que alimenta una de las zonas de bares y discotecas. Sumergirse y emerger del subterráneo era una verdadera experiencia porque los pasadizos de aquellos sótanos laberinticos e iluminados y las escaleras de acceso eran lo más cercano a las pasarelas de Nueva York, París o Mónaco. Lo sería también para cualquier investigador del comportamiento animal de National Geographic o su equivalente semiólogo en humanos. Verlo coordinar los pasos, balancear los hombros y levantar la barbilla mientras caminaba era un hecho trascendental de un valor antropológico notable.
Tan pronto emergió a la superficie del Toronto lunar, Allan Mendoza levantó la muñeca, descorrió la manga de la chaqueta hasta ver la hora, y aunque sabía que eran las nueve necesitaba hacer ese movimiento porque le fascinaba, y le encantaba hacer eso porque le recordaba las fotografías de ropa masculina en los ochenta. Allan sacó el teléfono y marcó a uno de los amigos. “Estamos en Cubónica” dijo la voz sin siquiera saludar. “Les caigo en tres minutos” respondió él. Se guardó el teléfono, observó la hora  nuevamente y en perfecta sincronía guardó la mano entera en el bolsillo mientras levantaba con una odiosa seguridad la barbilla para ubicarla en el horizonte.
Cubonica, en efecto, parecia la madriguera futurista de Zurg.
Tres hombres y dos mujeres departían en una de las mesas altas, cerca de la barra. Ellos tres, sin excepción vestían de yin azul espacial y chaleco. El chaleco de Brent era de gamuza azul turquesa, finísimo. El de Erick era una prenda de sastre, exclusiva, y el de Francis, de lona verde oliva apagado. Rebelde y bello, reconoció Allan. “Lo compre en Japón el año pasado”. Tras la explicación del amigo Allan guardó silencio. Esperó a que alguien le preguntara por la suya. Ante el vacío sideral, Allan decidió hacer su aporte de vanidad por iniciativa propia, pero antes de decir algo miró su reloj y levantó la vista por encima del grupo. Quiso parecer que buscaba a alguien. Cuando regresó la mirada para revelar el origen de la prenda se encontró con que todos los hombres observaban sus relojes como figurillas ancladas en revistas y luego miraban por encima de ellos mismos a quien los estuviera buscando. Allan Mendoza hizo caso omiso a esa revelación y pensó para sí que era evidente quién era el verdadero rey del espacio estelar, al menos de aquella noche, “Es un Lanvin, pero fue una ganga” dijo finalmente.