Deus ex machina



El padre Alberto se había caracterizado por ser el guía espiritual más seductor y efectivo del colegio. Era un hecho inobjetable dadas las respuestas a sus convocatorias, a las reuniones de padres, madres y tutores con más alto índice de asistencia entre los veintidós salones en más de sesenta años de historia. El padre Alberto, además de buen profesor, era un líder nato que sabía como conducir al equipo de ciencias y matemáticas a las competencias nacionales, previas eliminatorias locales. Ir a Bogotá, a Medellín o a la Costa ya era un triunfo porque significaba la representación del departamento en el certamen educativo más importante de la nación. El padre Alberto era poco más que un héroe, había logrado poner un humilde colegio de curas en el panteón de las mejores instituciones educativas del país con un proyecto sobre la falla Cali- Patía y su impacto en las construcciones de mediados de siglo con sismo resistencia nula.
Por todas las bondades que brillan en el padre Alberto algunos estudiantes habían logrado transformar de manera significativa sus hábitos de estudio, ya sea porque empezaron a considerar que las matemáticas eran extraordinariamente encantadoras o porque se esforzaban hasta el delirio para no defraudar a ese pequeño Zeus terrenal que sabía inculcar responsabilidad entre los pupilos. El padre Alberto pocas veces solía vérsele solo durante los descansos porque un enjambre de adolescentes se arremolinaba en torno a sus uno ochenta centímetros, ojos verdes y cabello castaño claro. Y él lo sabía, por supuesto; los traía hechizados.
Secretamente, algunos estudiantes, chicos y chicas, iniciaban las exploraciones genitales propias de la edad recurriendo al faro más cercano, a la imagen olímpica del padre Alberto tanto como a los artistas sex simbol en boga o al compañero más atractivo del colegio. De alguna manera que no ha sido posible desentrañar, el padre Alberto se las había arreglado para enterarse de esas nimiedades que hacen parte de la vida secreta de los seres humanos cuando despiertan al mundo y lo hacen temblar de feromonas, testosterona, olores e impulsos irracionales. 
Gabriela había llegado del cielo hacia dos años, pero solo hasta el semestre pasado había decidido entrar al equipo de ciencias. No era la primera vez que ella veía un pene. Se pasó seis años viendo a su hermanito correr y dar saltitos mortales con el churumbel al aire antes o después de la ducha diaria. Lo que sí veía por primera vez, sin embargo, era un bálano inflamado, rojo purpureo coronando la entrepierna del padre Alberto. «Tócalo», suplicó él. Gabriela no solía decir no a las recomendaciones o exigencias del mentor, y aunque la solicitud la tomó por sorpresa, algo en alguna parte le decía que era una afortunada, una suerte de elegida. Fue por eso quizá que no esperó a que se repitiera el pedido para aprisionar con timidez la base del sexo del sacerdote. Le gustó la sensación de sentir aquel globo luminoso y palpitante a punto de explotar. «Está caliente», dijo ella. El padre Alberto se las había arreglado para encarrilar a la joven a un camino sin salida. Primero organizó sesiones especiales de estudio y luego, en vísperas de la próxima competición, se ofreció para tutorías privadas.
Los padres de Gabriela se sentían satisfechos de que asistiera a cursos extras sin tener que incurrir en gastos. La madre casi se sintió orgullosa de que su hija hubiera sido favorecida por ese ángel en la tierra para inocular no sólo conocimiento evangélico, sino también científico. Gabriela por su lado, sabía que lo que el padre Alberto pretendía hacer no era del todo correcto, así que se repuso del hechizo y soltó la serpiente furiosa. «¡Cógelo!» volvió a decir. «Si mi mamá se entera, me mata a mí, y a usted lo desuella». «Pues, entonces que sea un secreto entre tú y yo. ¡Chúpalo!» 
La pequeña Gabriela se sentó en la silla con rodantes en la esquina del mismo salón donde el padre Alberto solía explicar a sus pupilos los misterios geológicos y las ciencias matemáticas que los configuran. Sentada allá abajo, sin atreverse todavía a responder las solicitudes de felación, Gabriela había visto detrás, sobre la cabeza del mentor un ángel blanco marmoleo con las alas desplegadas metido en el hoyo de la pared. Alcanzó a leer aquello como una señal divina que la instaba de una vez por todas a tragarse la punta rebosante del cura. Gabriela abrió la boca y reacomodó la estaca en la mano sin mirarla. Esta fracción de tiempo: la boca abierta, la mirada piadosa, suplicante casi, era el verdadero aliciente de una sexualidad extraviada; la intensidad de los detalles obligaron al hombre a entregarse al techo alto, estirando en convexo el plexo solar. Y fue quizá por ello o por la gracia divina que ninguno de los dos sintió la sacudida de 6,4 grados en la escala de Richter, y que según se conociera después desplazó tres centímetros la corteza continental. Y quiso la misma gracia celestial que el arcángel de piedra se desprendiera y se dejara caer hasta que una de las alas se incrustara en la frente templada y en éxtasis de Zeus, el padre de los dioses y los hombres.

Rocanrolero


Dio un paso largo al frente para sortear el hueco profético en el tablado. Levantó la mano y dejó salir un grito de guerra. La multitud reaccionó dentro de los parámetros. El político elocuente pinchó con el dedo cada uno de aquellos corazones con una serie magistral de movimientos acompasados de conjuros lingüísticos, que aunque de bajo nivel, efectivos. Habló de casas propias y de educación gratuita. Para cuando quiso mencionar la remodelación del puente, la multitud le pertenecía por completo; y ello a pesar de que cuatro años atrás el mismo político con un nombre distinto poco le había faltado para prometer la pavimentación de la ruta al cielo. A cuatrocientos metros de distancia, en la torre de la iglesia, detrás de un ventanuco opaco de borde oxidado, el ojo de un rifle se asomaba persiguiendo la cruz en el pecho del orador. Era un tiro fácil, demasiado cómodo para no haber sido cubierto por el esquema de seguridad. El dedo detonó el percutor cuando el político recitaba la décima promesa; acabar con la corrupción que nos tiene al borde del abismo. Lo dijo con pasión afectada como lo haría el farsante que se indigna con quien lo ha pillado infraganti. La bala se desprende del sonido y atraviesa media plaza sin que la multitud alborozada alcanzara a sospechar que el político caería en décimas de segundo. Levantó las manos con los puños cerrados, mencionó la palabra corrupción con voz seca y palpitante, dio un paso atrás porque quería repetir la palabreja al descubrir que la multitud reaccionaba mejor de lo esperado ante la ofrenda. Pero el tacón de madera se atascó en el tablado e hizo que el político trastabillara dos pasos al costado en el instante mismo que la bala limpia se incrustaba en uno de los altillos de la plataforma. La multitud confundió la detonación con cohetes celebratorios. El político, que había logrado dominar a la masa hirviente, no logró controlar su propio cuerpo. Descubrió al borde de la tarima que había pocas esperanzas de que pudiera retomar el control del horizonte. Ante la inminencia de la caída y con un audaz grado de autoconfianza, el político decidió arrojarse para que la fanaticada lo envolviera con las manos y lo reintegrara al podio como suelen hacer los entusiastas con sus ídolos musicales. Sería apoteósico, soñó con ello menos de lo que demoró la bala en encontrar el final del nicho en la madera. La multitud, sin embargo, ante la avanzada temeraria de la demagogia hecha carne, se abrió a sus pies. Ya no valieron los manoteos de último instante para agarrarse del aire, ni de los cabellos reventados de los votantes o de sus ropas raídas.