La orgasmista del circo





Simular placer es en algunos casos un asunto de supervivencia, en otros, un suicidio emocional y, en el más inocente de los casos, un disparate. Esta elaboración retórica trasciende las reflexiones aprendidas por Andrea en los años tardíos de la adolescencia: que a los chicos había que tenerlos contentos, felices, satisfechos, callados, llenos, ateridos al sexo que administrado con sabiduría podría devolver con frutos la intensidad de su cultivo. Las razones de Andrea eran honestas a pesar del circo que montaba con cada polvo. Creía que con la elocuencia, los suspiros y las convulsiones cuidadosamente coordinadas daba a su compañero satisfacciones suficientes para fundar, mantener y lograr una pareja feliz. Y tenía razón, parcialmente. Con el cuento chino y la telenovela sobrellevó diez años de matrimonio, germinó dos niños y superó con éxito la moda silvestre de adquirir un amante.
Andrea era feliz, tenía un esposo exitoso, dos hijos sanos y un trabajo de mierda con el que pagaba algunos de sus gastos personales, lujos de closet. El cansancio cotidiano de dos hijos traviesos, un esposo demandante y las presiones de un trabajo tan pestífero como trivial, hicieron que Andrea descubriera otra función de la tramoya que alguna vez le había servido para la adquisición de marido: quitárselo de encima. Despacharlo con tres alaridos teatrales, dejándole creer que era el mejor amante de la costa este. Siempre funcionaba.
No había quien dudara que el hogar de Andrea era una sociedad exitosa. Como quiera que sea, había trabajo para ambos, dos carros en la familia, casa propia, dos hijos adolescentes a punto de entrar a la universidad y una vida emocional firme basada en una intensa, aunque coja y unilateral, actividad sexual.
Cuando el último hijo salió de casa, Andrea sintió de pronto que había perdido varios años de existencia. Verse sola la obligó a replantearse su propia felicidad, empezando por las satisfacciones que no había podido darse en años. Entre ellas, terminar la carrera, adquirir un mejor empleo, someterse a una liposucción a la altura de abdomen y glúteos, y gozar integralmente de la comunión amorosa con su esposo. Andrea se propuso, sin mencionar a su pareja una sola palabra, curar los errores en los que se incurre cuando el dominó de las circunstancias despoja a su paso la sabiduría de las decisiones cotidianas.
Regresar a la universidad era prácticamente imposible; cambiar de trabajo no sería fácil por ahora si no obtenía un nuevo diploma, aunque fuera técnico; la lipo era solamente  cuestión de definir la fecha porque el dinero ya lo había ahorrado, y el asunto del sexo frentero y honesto era cuestión de tiempo porque ahora eran sólo ella y el esposo cautivado sin las presiones de los hijos ya ausentes. Era su hora, se dijo, casi veinte años satisfaciendo a otros y evadiendo su propio deleite. Empezaría por dejar a un lado el circo, el cuento chino, el teatro, el drama y los gemidos falseados para dedicarse a sentir y dejar salir por la boca lo que no pudiera comunicar con el cuerpo, lo que se escapara por entre los labios sin que mediaran pensamientos.
Ese mismo fin de semana después de la cena, y en vez de la película familiar, se encerraron en la habitación como si todavía vivieran en una posada comunitaria. Tan pronto como transcurrieron los primeros segundos de labor el esposo sintió que algo no andaba bien, le pareció como si se la hubieran cambiado. Insistió en la formula culinaria de besar aquí, tocar allá, mencionar los embrujos claves, contener. Luego de algunos minutos de la misma genitalidad intensa aunque sin resultados coloridos, finalmente, preguntó: «¿Qué te ocurre?». Ella abandonó el plan de recabar detalles, tensión y altura con la esperanza de dejarse caer, como a veces solía jugar consigo misma, porque ese día sería imposible con el dele-dele del reloj de péndulo preguntándose qué carajos le pasaba. Para evitarse explicaciones extenuantes y no poco resbaladizas, prefirió montar otro carnaval chisporreante de sabores, Alka-Seltzeres y colores que se lo tragaron a él también. Siempre funcionaba. Al siguiente día lo intentó nuevamente. Con idéntico resultado: «¿Qué pasa?, ¿es acaso una menopausia temprana?» no bromeaba. «Es que no logro sacarme de la cabeza el asunto de la liposucción» mintió.
A pesar del desencuentro inicial, Andrea no abandonó la idea de recomponer el camino. Y no porque le importara el marido más que a ella misma, sino porque empezó a creer que el placer venéreo del que se privaba podría llegar a ser tan gratificante en sí mismo como satisfacer a su pareja. Dos semanas más tarde y todavía entre el manso oleaje difícil de descifrar, Andrea recibió una notificación anónima que indicaba la existencia de una amante.
Y como las malas decisiones siempre vienen en paquetes, la esposa ni siquiera dudó que lo importante ahora era la restitución del bien perdido. Ese mismo día, sin reproches y sin la anuencia del esposo, Andrea clavó cuatro estacas en la casa donde tendió la carpa más grande y colorida de la que jamás se haya tenido noticia.

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